Sobre la caída de un mito de la moderna sexualidad femenina: el punto G
El popular y polémico punto G, una de las quimeras de la sexualidad de las últimas décadas, se desvanece. Al parecer, todo ha sido un engaño. “Se ha engañado a las mujeres durante aproximadamente 20 años acerca de una parte importante de su sexualidad”, dice Terrence M. Hines, del Departamento de Psicología de la Universidad Pace, en Pleasantville, Nueva York, y autor del artículo “The G-spot: A modern gynecologic myth”, publicado en el número de agosto del American Journal of Obstetrics and Gynecology. “Algunas mujeres pueden llegar a sentirse muy mal consigo mismas y su sexualidad si no son capaces de encontrar el punto G, pero no hay nada que encontrar”, añade Hines. Tras revisar la evidencia (anatómica, bioquímica y conductual) sobre el punto G, Hines llega a la conclusión de que “es como un extraterrestre ginecológico: se le ha buscado mucho, se ha discutido mucho, pero no se ha verificado por métodos objetivos”. Y añade: “La evidencia científica que se cita, por lo general, para apoyar la existencia del punto G es tan insuficiente que casi produce risa”.
El famoso punto G debe su nombre a Ernest Grafenberg. Este ginecólogo alemán describió por primera vez en 1950, en un artículo publicado en el International Journal of Sexology, un haz de tejido nervioso localizado en la pared anterior de la vagina, rodeando la uretra, que al ser estimulado intensificaba la excitación sexual. Grafenberg no aportó ninguna evidencia de la existencia del punto G, aparte de algunas anécdotas sobre las conductas sexuales de algunas de sus pacientes, según Hines. La primera vez que se mencionó esta controvertida zona de la anatomía femenina con el nombre de punto G, fue en 1982, en el libro “The G-Spot and other discoveries about human sexuality”, de la terapeuta sexual Alice Khan Ladas, la médica y sexóloga Beverly Whipple y el médico John D. Perry. Las ventas millonarias del libro, traducido a una veintena de idiomas, no han sido ajenas a la dificultad de localizar un área de existencia tan incierta. Ocho años después, en el The Kinsey Institute New Report on Sex: What You Must Know to be Sexually Literate (St. Martin’s Press, 1990), la primera publicación de este instituto para el público general, se decía que “no se ha hecho suficiente investigación para establecer la veracidad del punto G”.
La información sobre el quimérico G-spot en internet es tan voluble e imprecisa como su localización, aunque en conjunto el volumen de páginas y sitios electrónicos que tratan del asunto o construidos con la excusa de lo que evoca no es nada despreciable. Así, por ejemplo, en el sitio electrónico del Kinsey Institute se dice que “algunos le llaman la próstata femenina; algunos sugieren que es una extensión del clítoris o de los bulbos del clítoris”, pero se añade que “la verdadera estructura anatómica no se conoce”. En otros sitios dignos de crédito, como el de Masters & Johnson, no hay ni rastro del G-spot, mientras que en MedLine sólo aparecen dos referencias al g-spot: la de Hines y otra de 1999 del alemán R. Syed sobre la mención del g-spot en la literatura oriental de hace siglos. La búsqueda del punto G con las herramientas propias de internet conduce de inmediato a los sumideros del porno y el cibersexo, donde la existencia o inexistencia de dicho punto es lo de menos, y lo que importa son los aledaños y el consumo que genera la incertidumbre de la búsqueda y el encuentro. Es esta incertidumbre la que ha creado tanta ansiedad a muchas mujeres y lo que ha dado pie a una literatura de todos los colores (amarilla, gris y rosa, principalmente), desde consejos de consultorios sexológicos a libros de autoayuda, para localizar un punto que, como ahora dice Hines, “si estuviera allí, probablemente no se habría pasado por alto”.
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