Sobre la materia con la que se construyen y fundamentan las opiniones
[divider_flat] Juzgar lo bien o mal fundamentadas que están las opiniones que podemos leer todos los días en periódicos, revistas o blogs es un ejercicio plagado de trampas. Un artículo de opinión nos puede parecer mejor o peor construido y argumentado, podemos reconocer que tiene un andamiaje retórico más o menos eficaz, y en el mejor de los casos su lectura nos puede provocar además algún placer estético. Todos estos aspectos influyen sin duda en la valoración de las opiniones vertidas, pero un asunto bien diferente es que las hagamos nuestras. Una cosa es que los argumentos nos venzan y otra que nos convenzan.
Las opiniones, solemos creer ingenuamente, se forman mayormente con hechos, con análisis, con datos, como si fueran el resultado final de la reflexión. Pero probablemente no valoramos suficientemente su componente emocional, que tienen que ver con la propia biografía y que, por lo general, es la auténtica argamasa que sostiene nuestras opiniones. Al discutir sobre cualquier tema con cierta enjundia social, ya sea de educación, de política o de relaciones personales, lo que suele orientar y articular nuestro discurso no son nuestras opiniones basadas en la reflexión y en datos contrastables, sino nuestras convicciones, esas ideas fundamentales que en algunas personas parecen fundamentalistas y grabadas a fuego en su cerebro. Una persona de “profundas convicciones” es muy probable que no cambie fácilmente de opinión. En la mayoría de los debates, los hechos e incluso los números que orientarían el fiel de la balanza hacia uno u otro lado resultan irrelevantes, o mejor dicho, son seleccionados, traídos y llevados según la propia conveniencia. Basta pensar en cualquier tema de discusión actual, desde los nacionalismos a la llamada educación para la ciudadanía: cuando las convicciones se imponen y apropian de las opiniones, poco hay que discutir, pues la esperanza de convencer al otro, de aproximar posturas, se desvanece.
Quizá convendría, por tanto, distinguir y separar las opiniones de las convicciones, las ideas fruto de la reflexión, siempre provisionales y abiertas al cambio, de las pétreas creencias. Los medios de comunicación nos dan muy a menudo el gato de la convicción por la liebre de la opinión. Formarse una opinión requiere esfuerzo y es un ejercicio mental de lo más saludable, mientras que las convicciones, por muy respetables que sean, pueden abotargar el juicio como la peor televisión. Todo es opinable, por supuesto, pero la opinión suele estar contaminada por las propias convicciones. Así las cosas, al leer algunos artículos de opinión sospechamos de inmediato una manipulación interesada y echamos en falta una bibliografía que avale los datos. La literatura científica al menos cumple este requisito, pero quien crea que la ciencia en general y la biomedicina en particular son el territorio de la pura objetividad, es que no imagina hasta qué punto el trabajo de los investigadores está también orientado por sus propias opiniones y convicciones.
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