La arruga

Sobre la rugosidad fractal en la naturaleza y el arte

[divider_flat] Las formas de la naturaleza no encajan en la geometría euclidiana, pero las hacemos encajar. Un árbol no es un cilindro coronado por una esfera, pero podemos verlo y analizarlo como si fuera un chupa-chps; ni una montaña tampoco es un cono, ni la Tierra es una esfera, ni un rayo es una línea en zigzag. Nada es lo que parece, por más que con nuestra capacidad de abstracción queramos ver lo que no existe. Las formas perfectamente lisas y regulares no se dan en la naturaleza, aunque tampoco nos ha ido tan mal durante más de dos milenios con los principios de la geometría euclidiana para entender el mundo y dominarlo técnicamente. Lo que ocurre es que hace ya tiempo que nos caímos del guindo de Euclides y nos colocamos a la sombra del árbol de la complejidad. Como se puede comprobar al mirar un árbol, ya sea su tronco o su copa, lo liso es una abstracción simplificadora, mientras que lo rugoso es la compleja realidad.

Un árbol –pongamos un almendro en flor– y un árbol respiratorio –pongamos el del hombre– tienen la misma forma geométrica. Esa forma se denomina fractal, que es una figura cuya estructura se repite y tiene el mismo aspecto a diferentes escalas. Así, una rama del almendro y una ramita bronquiolar se parecen, cada una en lo suyo, al árbol entero. La fractalidad es una propiedad común en la naturaleza, desde la estructura de las plantas (las ramas de un helecho son un ejemplo casi perfecto) hasta los sistemas nerviosos de muchos seres vivos. Un relámpago no es sino un hermoso fractal dibujado por la naturaleza en el cielo, pero resulta imposible describirlo matemáticamente a partir de las esferas, los triángulos y demás figuras de la geometría clásica. El término fractal (del latín fractus, quebrado) fue acuñado en 1975 para describir estas nuevas figuras geométricas por Benoît Mandelbrot (Varsovia, 1924). Este matemático es el padre de la llamada geometría fractal, el primer intento global de investigar y comprender científicamente la ubicua noción de rugosidad en la naturaleza, desde las nubes al perfil irregular de una línea de costa.

Los fractales tienen ya una gran utilidad para modelizar una enorme variedad de fenómenos rugosos, como dice el propio Mandelbrot, desde el crecimiento de un tumor a las oscilaciones de la bolsa. La idea de la fractalidad, bella en sí misma, ha calado en el diseño (“la arruga es bella”, anunciaba Adolfo Domínguez) y las artes visuales. El llamado arte fractal ha alcanzado cierta aceptación, aunque muchas de sus obras parecen subordinadas a las matemáticas y las imágenes creadas por ordenador. Sin embargo, la misteriosa belleza de las obras de alguno de los grandes creadores también ha resultado tener un componente fractal. Así, en el aparente caos de los cuadros de Jackson Pollock parece esconderse un secreto orden fractal, según revelaba un estudio publicado en diciembre de 2002 en Scientific American. Y lo más curioso es que en ninguno de sus imitadores existía este orden de la arruga.


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