Less sarcasm

On reductionism in popularazing neuroscience[divider_flat]

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[divider_flat]De la chanza al sarcasmo, la burla tiene un amplio recorrido. La primera es más inocente y simpática; la segunda, más cruel e hiriente. Mientras la primera mira de tú a tú al burlado, la segunda lo hace por encima del hombro, desde una posición de pretendida superioridad. Digamos que las chanzas se celebran y el sarcasmo lo sufre el destinatario en sus propias carnes. De hecho, la palabra sarcasmo remite etimológicamente a “cortar un pedazo de carne” y está emparentada con vocablos tan funestos como sarcoma (tumor de la carne) o sarcófago (que se come la carne). Dice la Real Academia Española que el sarcasmo es cruel y sangriento, pero tampoco es eso exactamente, porque a veces la ironía y el ingenio lo redimen y, además, la sangre no suele llegar al río.

Nunca hay que subestimar el poder de las palabras, pero el sarcasmo no es más que una figura literaria, un refinado juego de palabras que se aprovecha del abismo que media entre el sentido literal y el figurado. Dar a entender lo contrario de lo que se dice, apoyándose en la entonación, en la expresión facial, en el lenguaje corporal o en el contexto, es utilizar el lenguaje en sentido irónico. Pero entre la simpática ironía y el sarcasmo más cruel, hay muchas estaciones intermedias que es difícil catalogar con palabras. Por eso, si ya de entrada resulta difícil acotar el sarcasmo en términos lingüísticos, no deja de ser una osadía que la neurociencia se atreva a estudiarlo.

Pero eso es lo que, aparentemente, pretendió la neuropsicóloga Katherine Rankin, de la Universidad de California, en San Francisco, con su estudio Detección del sarcasmo a través de sus claves paralingüisticas: correlaciones anatómicas y cognitivas en las enfermedades neurodegenerativas). El trabajo en cuestión no está publicado en ninguna revista, sino que fue presentado en abril en la reunión anual de la American Academy of Neurology, donde, por cierto, no era el único sobre el sarcasmo, y fue rescatado del anonimato mediático por un artículo de The New York Times el 3 de junio, que arrancaba afirmando que lo que hizo Rankin fue “utilizar la resonancia magnética funcional para encontrar el lugar del cerebro donde reside la habilidad para detectar el sarcasmo”, a saber, el gyrus o circunvolución hipocampal derecha.

Si ya parece una osadía que la neurociencia se atreva con el sarcasmo, todavía resulta más temerario e increíble asignar un sitio específico al reconocimiento del lenguaje sarcástico, que como todas las variantes del lenguaje irónico, implica muy diversas capacidades cerebrales: lingüísticas, de reconocimiento de la expresión facial, auditivas, sociales… En realidad lo que hizo el equipo de Rankin fue rastrear posibles zonas de atrofia cerebral en personas con demencia semántica (un tipo de demencia frontotemporal) que pudieran estar relacionadas con su incapacidad para distinguir el lenguaje literal del figurado, pero en ningún caso identificaron un área concreta asociada con el reconocimiento del sarcasmo. En este caso, como en tantos otros, el reduccionismo no está tanto en la investigación como en su divulgación.


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