Sestear

Sobre la siesta como asunto de interés científico

Aunque para algunos celosos guardianes de la escrupulosidad científica las aireadas propiedades salutíferas de la siesta están todavía por demostrar, resulta evidente que el asunto ya no es ajeno a la ciencia. A todas luces, se observa un creciente interés investigador por sus bases biológicas y sus asociaciones epidemiológicas. Este interés debe inscribirse, seguramente, en la actual pujanza de los estudios del sueño y sus trastornos, pero también se podría relacionar, probablemente, con la intromisión de la biomedicina en todas las esferas del comportamiento humano, la sacralización del concepto de estilo de vida saludable, el auge de las terapias blandas, el “revival” de lo natural, la corriente “slow food” y quién sabe qué otros movimientos e intereses. El caso es que la ciencia ha venido a aligerar de culpas la inveterada y universal tendencia a dormir un rato después de comer (o antes: la siesta del carnero), sobre todo en las sociedades anglosajonas, donde a la siesta la llaman siesta además de “nap” como prueba fehaciente de que se trata de una costumbre exótica y, en cierta medida, de importación. No hace falta caer en el insensato hispanocentrismo de pensar que la siesta es un invento autóctono (el “yoga hispano”, que decía Cela) para defenderla, porque hay ya muchas investigaciones que se encargan de ello. Y eso que, probablemente tampoco es necesario ningún estudio científico para constatar lo saludable y refrescante que puede resultar una cabezada a mediodía.

Lo que la ciencia está empezando a descubrir sobre la siesta va mucho más lejos. Si, como ocurrió el verano pasado,  una revista de la solvencia de Nature Neuroscience le dedica a la siesta la portada del número de julio (precisamente con un médico sesteando) debe ser por algo de mayor calado. En esa ocasión se trataba de un trabajo, realizado por investigadores de la Universidad de Harvard, que venía a desvelar que un sueño de menos de una hora después de comer ayuda al cerebro a aprender mejor. El estudio, realizado con 129 estudiantes universitarios, constata que cuando se produce una sobrecarga de información a lo largo del día, la capacidad de aprendizaje se resiente. El “deterioro perceptivo” que merma el aprendizaje se produce, según el estudio, con independencia de la fatiga general acumulada durante el día, pero mejora claramente si se duerme un poco después de comer. Como durante una siesta corta no se llega a producir sueño REM, el estudio sugiere que otros tipos de sueño deben de estar implicados en el aprendizaje. Los autores sugieren que la sobrecarga de información satura los circuitos cerebrales implicados en su procesado y almacenamiento, y que durante la siesta se podrían liberar “limpiadores” bioquímicos que despejarían los circuitos sobrecargados de neurotransmisores. Esto, naturalmente, debe ser comprobado, reformulado y ampliado con nuevas investigaciones, pero tampoco sería de extrañar que alguna de ellas esté tomando cuerpo ahora en una siesta.


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