Sobre los encuentros, desencuentros y encontronazos entre medicina y televisión

El trabajo más peligroso del mundo no es ser piloto de Fórmula Uno o desactivador de explosivos, como podría suponerse, sino tener un papel en una teleserie británica. Esta provocativa afirmación no es la ociosa sentencia de algún comentarista televisivo, sino el enunciado que figura a modo de conclusión en un sesudo trabajo publicado en una de las cuatro grandes revistas de medicina, concretamente en el número del 20 de diciembre de 1997 del British Medical Journal (BMJ). A tenor de los resultados de este estudio, cuyo objetivo explícito era medir la tasa de mortalidad de los personajes que aparecen en las teleseries británicas, se aprecia que mantenerse vivo en una teleserie no es fácil: la mortalidad por causas violentas, cáncer y otras enfermedades graves es muy superior a la de la vida real.

Estudiar la salud, la vida y la muerte, de unos personajes de ficción puede parecer en principio un objetivo un tanto peregrino para la medicina. Pero no es éste un caso aislado, ni mucho menos. Mañana mismo el BMJ vuelve a la carga con otros dos «papers». En uno de ellos se estudia si la aparición de un caso de sobredosis de paracetamol en una teleserie médica se relaciona con una mayor afluencia a los servicios de urgencias por autoenvenenamiento; y resulta que en efecto existe una influencia positiva en el corto plazo de una o dos semanas. En el otro trabajo se analiza el impacto que puede tener este episodio de envenenamiento en el conocimiento del público acerca de la toxicidad del paracetamol, para poner de manifiesto una vez más el enorme potencial educativo del medio.

Así como la televisión ha encontrado un auténtico filón en la medicina, ya sea en forma de teleseries o de programas divulgativos, la medicina ha hecho del medio televisivo uno de sus más apasionantes y polivalentes objetos de estudio. Cada año se publican casi un millar de trabajos relacionados de alguna manera con la televisión, sus posibles efectos perniciosos y su potencial educativo. En MedLine hay ya un depósito de cerca de 14.000 artículos que remiten a la palabra televisión, de los cuales la cuarta parte incluyen también el término educación. En tanto trabajo, como es de suponer, se ha dicho prácticamente de todo. Contra la televisión se han lanzado acusaciones no sólo de fomentar la violencia y el aislamiento por el consumo desmedido y acrítico de buena parte de la programación, o de ocupar un lugar destacado en el origen multifactorial de la demencia, sino de no estar a la altura del poder que tiene el medio para informar y educar a la población sobre temas de tanta trascendencia como el sida o el infarto. Una revista de tanta autoridad como el New England Journal of Medicine ha llegado a publicar un trabajo sobre el enjundioso tema de las maniobras de resucitación cardiopulmonar que se ven en las teleseries médicas americanas, demostrando que en la realidad las cosas no son como aparecen en televisión: ni las paradas cardiorrespiratorias son tan habituales en niños y jóvenes ni la supervivencia es tan alta como vemos en la pantalla.

Vistas las cosas con la lupa médica, la televisión ofrece a menudo una imagen distorsionada y crea expectativas irreales. En algún trabajo se ha apuntado que la televisión falsea tanto el nacimiento como la muerte. Sin duda, la televisión podría dar mucho más de sí para educar al público, pero tampoco hay que sobrevalorar el medio. Todos los intentos de hacer una televisión dirigida a los propios médicos han fracasado. Y no es fácil explicar todos estos encuentros, desencuentros y encontronazos entre medicina y televisión. Hay quien invoca la teoría del aerosol: el efecto de la televisión no es ni tan eficaz ni tan directo como el de un inyectable; se parece, más bien, al de un aerosol: casi todo lo que pulveriza ni siquiera llega a su destino.


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