Sobre la resistencia a la popularización del conocimiento científico
A pesar de que el siglo XX pasa por ser el siglo de la ciencia (también merecería la etiqueta de siglo de la guerra o de la tecnología, o de ambas cosas juntas simbolizadas en Hiroshima), el común de la gente sabe poco de ciencia, no está interesado en ella y ni siquiera comprende exactamente qué es. Aunque es grande la fe que se tiene en su capacidad de dominio de la naturaleza y las enfermedades, la cultura científica es escasa y crece muy lentamente. Y cada vez que se evalúan los conocimientos científico-técnicos y el interés por estas cuestiones en la población general aflora esta realidad.
Cuando se pregunta, por ejemplo, si “los antibióticos curan enfermedades causadas tanto por virus como por bacterias”, sólo se consigue algo más 50% de respuestas correctas en la población con estudios universitarios, es decir, un nivel de aciertos que se obtendría por puro azar. “Tristemente, hay que reconocer que no existe ningún interés especial por la ciencia y la tecnología en la población española encuestada (sólo un 22% de la misma expresa estar mucho o bastante interesada)”, concluía el tercer informe sobre la Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología en España, realizado por la FECYT en 2006. Y la situación específica de la ciencia debe de ser peor, pues probablemente buena parte del exiguo interés que despiertan la ciencia y la tecnología haya que atribuirlo a la electrónica de consumo.
Las razones de esta situación hay que buscarlas, en primer lugar, en la complejidad de la ciencia. Una gran mayoría de la población asume, por ejemplo, que la tierra gira alrededor del sol, pero probablemente, apenas una de cada 100.000 personas sería capaz de argumentarlo científicamente (¡medio centenar de personas en España!), según el científico y divulgador Lewis Wolpert. La ciencia se ha hecho tan compleja que los propios científicos se pierden cuando se salen de su campo de especialización. La principal resistencia para la popularización de la ciencia se debe probablemente a que el pensamiento científico no tiene nada que ver con el sentido común. En este sentido, la ciencia es una actividad antinatural, como argumenta brillantemente Lewis Wolpert en su libro La naturaleza no natural de la ciencia.
¿Acaso es de sentido común que un vaso de agua haya más moléculas de agua que vasos de agua en todo el mar, o que haya más células en un solo dedo que habitantes en el mundo? La ciencia es extraña a la forma común de pensar y, además, es de poca utilidad práctica para la vida cotidiana, como reconocen los encuestados por la FECYT. Cuando Watson le reprendía a Sherlock Holmes por ignorar las ideas heliocéntricas de Copérnico, éste le espetó: “¿Qué demonios me importa que diga que giramos alrededor del Sol? Si girásemos alrededor de la Luna no representaría ninguna diferencia para mí ni para mi trabajo?” Puede que la ciencia sea irrelevante en la vida cotidiana de mucha gente, pero sin embargo es probablemente la mejor manera de comprender el mundo y de anticiparse al futuro, algo que sin duda a todos nos importa.
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