Sobre polígrafos, escáneres y la detección de la mentira
Hace años que murieron los polígrafos detectores de mentiras. Posiblemente el golpe de gracia se lo dio la televisión. Gracias a un deplorable programa, los polígrafos utilizados como máquinas de la verdad cayeron en desgracia y perdieron el poco crédito que tenían. Más allá del espectáculo y la chanza, su uso con fines policiales, forenses o judiciales no está justificado. ¿Qué tendrán están máquinas de la verdad que el mejor consejo para un culpable es que se someta a una prueba y para un inocente, que ni lo intente?
Los registros de parámetros como el pulso, la presión arterial, el ritmo respiratorio y la resistencia de la piel, junto con toda su parafernalia de cables y de preguntas de control y con anzuelo, relevantes e irrelevantes, no son mucho más fiables que la pura intuición personal de una persona intuitiva, o en todo caso están muy lejos de la infalibilidad. Ni siquiera en EE UU, tan dados a la caza de brujas, mentirosos y culpables, se admite un test del polígrafo como prueba ante los tribunales. Pero esto no sólo no desvanece el sueño de la verdad, sino que espolea la búsqueda de un detector infalible. El libro de ciencia ficción The Truth Machine (1996), de James L. Halperin, editado en español por Ediciones B en 1998, y la película del mismo título, protagonizada por Leonardo DiCaprio, se han encargado en los últimos años de mantener viva la ilusión de una máquina de la verdad a prueba de fingidores.
El asunto, tras el 11 de septiembre, está más vivo que nunca. Tanto es así que ha sido abordado en las últimas reuniones anuales de la Society for Neuroscience (SFN) y de la Society for Personality and Social Psychology (SPSP). En la 31ª reunión de la SFN, celebrada en noviembre de 2001 en San Diego, Daniel Langleben, de la Universidad de Pennsylvania, presentó la resonancia magnética cerebral como la nueva máquina de la verdad por sus enormes posibilidades en la detección de mentiras. Por su parte, en la reciente reunión de la SPSP, los psicólogos han querido traer el agua de la verdad al molino de la psicología subyacente en las palabras y estrategias lingüísticas que caracterizan a los mentirosos, para así desenmascararlos. Otros investigadores, como Lawrence Farwell, confían en las posibilidades de la huella cerebral que deja la información en el cerebro, para detectar si alguien miente registrando respuestas electroencefalográficas. Incluso Nature se ha subido al carro de los nuevos detectores de mentiras haciéndose eco en enero de la máquina de James Levine, un artilugio que descubre al 80% de los mentirosos por el calor del rostro y del que se ha hablado hasta en La Verdad de Murcia.
Detectar la mentira de forma casi infalible es un desafío tan sugestivo como peliagudo. Pero, hoy por hoy, sobrepasa los límites de la neurociencia, pues en la mentira participan las emociones y potencias oscuras como la voluntad y la conciencia. «O poeta e’ un fingidor», decía Pessoa, pero ¿hasta dónde puede llegar la capacidad de fingimiento?
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