Los porqués

Sobre los motivos de la dedicación al arte y la ciencia

La pasión por el trabajo, su carácter imperativo y la necesidad interior son algunas de las notas características de los quehaceres científico y artístico. Cuando se pregunta a artistas y científicos por qué hacen lo qué hacen o qué les ha llevado a esta dedicación, las respuestas pueden ser más o menos sinceras o peregrinas, pero en general remiten a una suerte de imperiosa necesidad y auténtica vocación que se convierte en una forma de ser y estar en el mundo. En 1985, el diario francés Libération editó un suplemento especial con la respuesta de 400 escritores de 80 países y en 28 lenguas diferentes a la pregunta: ¿Por qué escribe usted? “Lo ignoro”, respondió el lacónico Juan Rulfo. “Para que mis amigos me quieran más”, dijo Gabriel García Márquez. “Si lo supiera, no escribiría”, afirmó Juan Goytisolo. “Empecé a escribir porque quería ser  alto, rico y guapo”, ironizó Manuel Vázquez Montalbán. “Para que me quieran más y, francamente, porque creo que es el único medio que tengo de ser útil en esta vida”, reconoció Alfredo Bryce Echenique. El portugués José Saramago respondió: “Porque he estado callado durante mucho tiempo”, mientras que el chileno José Donoso dijo: “Escribo para saber por qué escribo”. Para Jorge Luis Borges la razón de escribir era “para responder a una urgencia, a una necesidad interior”. Otros muchos, sin distingos de lengua o nacionalidad, aludían al amor, a la satisfacción de escribir, a una forma de evitar la muerte, a una vía de conocimiento, a un imperativo de la conciencia y otras distintas razones, que el español Luis Goytisolo condensaba así: “Para ser, para conocer. Para conocerme a mí mismo a través de la escritura, para conocer el mundo a través de mí mismo”.

Los científicos, quizá menos dados y menos requeridos a expresar las razones de su vocación, no la entienden de forma muy diferente. “Lo que el hombre busca denodadamente en sus dioses, en su arte, en su ciencia, es el significado. No soporta el vacío”, escribió el biólogo François Jacob en su autobiografía La estatua interior, donde reconoce: “Lo que me intriga de la vida es averiguar cómo he llegado a ser lo que soy”. El Nóbel francés relata en sus memorias que el mundo de la investigación “no es el mundo frío, ceñudo, afectado, un poco triste, un poco aburrido que uno suele imaginar; si no, por el contrario, un mundo lleno de alegría, de sorpresas, de curiosidad, de fantasía”, y recuerda así su manera de entender la investigación científica: “Se trataba indudablemente del mejor medio que el hombre había encontrado para desafiar el caos del universo. Para dominar a la muerte”. La bióloga Margarita Salas, al razonar su dedicación a la ciencia, suscribe lo que dijo el padre de la genética molecular, Max Delbruck: “Si uno no tiene dotes para ser artista, ¿qué puede ser sino científico?”. Por lo que reconocen artistas y científicos, los porqués de su dedicación pueden parecer similares, pero el abismo que se abre entre ambas actividades es ni más ni menos que el que separa la pura objetividad de la impura subjetividad.


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